10 - Yrigoyen, quiero bajar!!!

_____Siempre estuve en contra de los subtes. Me aterraba la idea de ese mundo sumergido en la ciudad, donde las cosas más horripilantes eran susceptibles de ocurrir…No es que yo sufriera de alguna dolencia claustrofóbica, pero el caso es que al bajar por esas escaleras me sentía cual Dante en su descenso al infierno.

_____Claro, el tren era otra cosa. Más que un medio de transporte, para mí era una invitación a la agradable tarea de la contemplación del paisaje, de los vendedores ambulantes, de mis compañeros ocasionales de viaje. Me resultaba fascinante observar a la gente al son del “quetrenquetren” e imaginarme en un solo segundo como serían sus vidas, si tendrían familia, trabajo, aficciones, si serían felices o muy desdichados. Y por supuesto que mis teorías eran firmemente creídas por mí…comenzaban como una simple cavilación de mi mente, para luego pasar a ser, la pura realidad y yo sentirme muy complacida de ser tan perceptiva.

_____Pero mi amor platónico con el tren, llegó a su fin una tarde de octubre. Nunca la olvidé, pero tampoco la compartí con nadie, quizás por miedo a que dijeran que había visto demasiados capítulos de “La dimensión desconocida” o “Cuentos asombrosos”. O tal vez, no lo conté con el afán de olvidarlo, guardarlo en mi inconsciente hasta llegar a pensar que solo fue un mal sueño. No lo logré…

_____Sucedió así: me dirigí a la estación de trenes de Constitución, para tomar un tren que me llevara a Longchamps. Luego de sacar el boleto, caminé hasta el anden 6. No había tanta gente como suele ocurrir otros días, así que me sentí afortunada de saber que tenía amplias probabilidades de conseguir un asiento.

_____ El tren hizo su arribo triunfal y subí. Me esperaba un viaje de larga extensión, así que me acomodé cerca de la ventanilla y saqué mis infaltables D.R.F. El tren arrancó.
Enfrente de mí había una viejita de mirada perdida. “Setenta y pico de años, viuda, seguro, algunos hijos, muchos nietos… pero seguro que la visitan cada muerte de obispo…”, empecé a conjeturar. Abruptamente el tren se detuvo sacándome de mi ensimismamiento. Miré por la ventanilla y noté que estábamos en la estación Yrigoyen, lo que me asombró porque para mi había pasado un buen rato desde que el tren había arrancado, y esa estación esta ahí nomás de Constitución. Mientras esperaba que el tren retome su marcha, seguí elucubrando sobre la viejita “maestra…debe de haber sido maestra de actividades prácticas…que materia inservible por cierto…si, pero tiene todo el aspecto…”. En un momento reparé en que hacia un buen rato que el tren estaba inmóvil. Volví a mirar por la ventanilla. “Yrigoyen”, leí en voz alta “que lugar más desolado” pensé. No había un alma. Pero eso no me importaba, el caso era que el tren estaba ahí varado y a nadie parecía preocuparle demasiado. Como si fuera una situación de lo más corriente. Me acerqué a un señor de bigote que ojeaba una revista, y en tono amistoso le pregunté “¿no sabe que pasa que el tren se detuvo tanto tiempo?”. Me miró como extrañado y no me respondió. Entonces, probé con la viejita, siendo maestra tenía que estar dispuesta a responder mi pregunta. Me contestó con alguna incoherencia que no entendí, y decidí esperar. Pasaron segundos, minutos, ¡una eternidad! Mientras, en la apacible Yrigoyen parecía no haber señales de vida. Ni gente, ni boletero, ni vendedores ambulantes, ni nada. Parecía abandonada, perdida en el tiempo, cuasi fantasmal. Consulté mi reloj y comprobé horrorizada que había pasado más de una hora de nuestra estadía ahí. Eso no podía ser normal. Mientras, a mi alrededor, la gente continuaba como si nada. Cuando ya me empezaba a desesperar, apareció el guarda para cortar los boletos. Lo llamé y le pregunté en un tono de pocos amigos, que era lo que pasaba que el tren estaba ahí demorado, que no podían jugar así con el tiempo de la gente, que… “Señorita, no se preocupe, hubo un desperfecto pero ya va a arrancar” me dijo de manera indulgente. Como ya me había dejado ganar por el fastidio, y mis ganas de llegar a destino se habían esfumado por la rabia, le dije “Mire, la verdad esto es una falta de respeto, yo me bajo acá y se terminó el problema”. El guarda me miró sorprendido. Después esbozó una sonrisa enigmática y me dijo “Acá no se puede bajar, y le pido que haga silencio”. Lo dijo con una firmeza que me hizo temblar. Traté de explicarle, que solo quería bajar para poder volver a Constitución. Todos los pasajeros me miraban como si yo estuviera pidiendo un despropósito. ¿Es que a esta gente no le molestaba estar detenida ahí sin ninguna escapatoria? El guarda se acerco a mí y me dijo en voz baja “En Yrigoyen no se baja, ni se sube, ni nada. Le pido que no haga más comentarios al respecto y aguarde como todos los demás”. Me fulminó con la mirada. Y sin más, se fue. Yo ya no entendía nada. ¿Cuál era el problema? ¿Estaba prohibido bajar ahí? ¿Por qué me pedía que me calle como si se tratara de un asunto delicado? El tiempo seguía pasando y lo que más me exasperaba era que la única desesperada era yo. Era ridículo, no podía estar pasando esto, debía ser un sueño. Intenté abrir las puertas, pero fue imposible. Quería llorar, pero no me salían las lágrimas. Me senté totalmente abatida. Me pareció que pasaban siglos, que el día se hacia noche y la noche día. Cuando creí que ya nada me iba a salvar de ese infierno, el tren arrancó. En la siguiente estación el tren se detuvo y abrió sus puertas. Era de noche. Bajé lo más rápido que pude, tomé un remis y volví a mi casa.

_____ No pude encontrar una explicación racional al misterio de…bueno, de esa estación. Por las dudas, desde ese día, no volví a pisar un tren. Nunca más. Ahora, solo me dirijo a lugares adonde llega el subte…

_____


_____ Lupe.

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